Natalia Sucari (Córdoba, Argentina)

Sobre la autora:
Licenciada en Psicología, Educadora y Diplomada en Estudios Judaicos. Escritora aficionada, madre, esposa y viajera apasionada. Durante casi dos décadas trabajó para diversas instituciones judías de Córdoba, su ciudad natal, asumiendo roles de docencia y gestión. Actualmente sigue involucrada en varios proyectos relacionados con la enseñanza de la Shoá y la actualidad israelí.
LA CINTA
En memoria de Hersh Goldberg-Polin Z”L
( Este texto fue escrito a los 6 meses del 7 de octubre.)
Desde el principio me cautivaron la dignidad de su peinado y la profunda calidez de su mirada. Ella es pequeña, serena y muy fuerte. De una fortaleza que puede parecer contradictoria con su figura, pero que encaja perfecto con su hablar pausado y seguro. Su voz acuna y te hace sentir que sos vos, y no ella, la que está pasando por la prueba más difícil de su vida. Es capaz de hablar frente a un público de poderosos políticos con la misma entereza con la que graba un video casero en la cocina de su casa. No quisiera estar en sus zapatos ni por un segundo, aunque muchas veces siento que soy ella. A veinte mil kilómetros de distancia y sin conocerla.
Ahora que lo pienso, no sé su nombre, o no lo recuerdo. Es la madre de Hersh, eso lo sé con certeza. Y ella también. Creo que hoy solo tiene fuerzas para eso, para ser su mamá y pelear por él. Me pregunto cómo hace para dormir, o peor aún, para estar despierta. Cómo se enfrenta en el espejo con esas profundas ojeras surcadas por diez meses de angustia e incertidumbre. Cierro los ojos y la imagino con un pulpo en cada hombro; sus tentáculos la atenazan, intentan absorberla lentamente. Y ella no se deja.
Valiente y acorralada, escribe todas las mañanas un número en un pedazo de cinta de papel, sumando un dígito a su insoportable cuenta. Ya superó los 180, son demasiados. Se pega la cinta sobre el pecho, cerquita del corazón. Como si necesitara esa marca para recordar las noches que dura su pesadilla. No la necesita, pero decide que es importante mostrarla. Porque ella no se olvida, pero los demás sí. Al resto del mundo le va quedando cómoda la idea de los secuestrados. Quizás intuye que el pegamento la sostiene, la une a su hijo, la mantiene en pie.
La escuché decir que la esperanza es obligatoria. “Hoy es el día, hoy es el día”, se repite a sí misma cada mañana. Casi como una plegaria. Entonces supera el impulso de tirarse al piso a llorar y sale al mundo. Se encarga de aclarar que no hay nada de extraordinario en su misión, es lo que las madres hacen. Solo eso. ¿Solo? Eso. Y hasta tiene el coraje de asomar una sonrisa, hacer una pausa y guardarse la pena.
Sus manos se mueven serenas, imaginan el abrazo. Saben que será incompleto, herido, doloroso. Sus lágrimas tragan saliva mientras dice lo que falta, lo que no volverá aunque él venga. Aun así lo prefiere. El futuro con un hueco es mejor que el vacío del presente. Recita un pasaje de la Biblia y recuerdo que su nombre es Raquel, ahora lo entiendo. La paciencia, el amor inquebrantable de esperar lo que más anhela, sin conformarse jamás con lo que otros quieran decidir para ella.
Hoy está decepcionada porque se acabó la cinta, se niega a comprar otro rollo. Ya no quiere seguir contando días eternos y oscuros. Yo la escucho y pienso que esa banda es el hilo invisible que la une a su hijo, pero también a nosotras. A mí y a miles de madres como yo que la siguen, la admiran, la sostienen en silencio como pilotes de una casa ribereña. Ese tipo de pilotes que se aferran y se mueven, se aferran y se mueven, acompañando el vaivén del agua. Desde dentro de la casa no se ven, parece que no estuvieran. Pero cuando estás parada y el oleaje te hace perder el equilibrio, se sienten. Por eso están ahí, por eso estamos. Y ella lo sabe. Entonces decido que no puedo esperar más, que tengo que ir a conocerla. Si ella llegó hasta el papa, yo puedo llegar hasta ella.
No será fácil conseguir una entrevista. Después de mover muchos contactos, me entero de que viajará a Nueva York con su esposo. Cuando llego a la gran manzana hay una marcha por la liberación de los 133 secuestrados. Hasta hace dos días eran 134. Raquel es la oradora principal; sube al escenario quebrada, intenta comenzar a hablar y se desparrama sobre el atril. Explica, como si tuviera que explicarnos algo, que ese cambio de número hizo más profundo su tormento. Su voz es la misma, pero hoy le falta energía y no consigue ocultarlo. “Soy Raquel”. Intenta levantar la cabeza y un quejido ahogado sale de su garganta. Respira hondo, vuelve a empezar. “Soy la madre de Hersh”.
Como si ese nombre fuera un llamado a seguir, se recompone y cuenta que esta vez “no fue capaz de ponerse el disfraz de persona”. Podría seguir hablando de su dolor, pero es generosa. Elige mencionar a los demás secuestrados, todos son ahora su familia y lo agradece. Podría estar en su casa compadeciéndose, pero está ahí parada frente a un tumulto de banderas azul y blanco. La foto de su hijo con la palabra “Kidnaped” en un rojo insoportable la mira de frente.
Entonces se enoja, y yo me digo: ¡por fin se enoja! Reclama un acuerdo ¡ahora! Reclama humanidad a los negociadores sentados alrededor de una mesa. Para ellos da igual, 184 días podrían ser 350, no tienen urgencia. Dice que este momento difícil es una oportunidad para algo mejor. Que las lágrimas de hoy deben perder su sal para ser agua que riegue semillas de paz. La escucho y lloro, me siento pequeña y la veo inmensa. No se me ocurre nadie más que tenga tan bien puesto el disfraz de persona como ella.
Llego al lobby del hotel diez minutos antes de la cita. No sé si estuve tan nerviosa alguna vez en mi vida. Me dicen que la señora se retiró, que la llamaron de su país con noticias urgentes. Cierro los ojos y ruego en silencio que, además de urgentes, sean buenas. Entro en las redes, los diarios, los canales de noticias. Siento que la cinta se estira pero que no se corta, nos aferra. Su pegamento me embadurna de una esperanza obligatoria.