¿Antisemitismo?

Por Alejandro Kaufman (Argentina)1

Pueden generalizarse algunas características concernientes al antisemitismo en relación con otras formas de discriminación y persecución, a sabiendas de que no hay una única matriz para todas ellas, ni es posible tampoco una enumeración definitiva o exhaustiva. No hay tal matriz decidible porque en todos los casos intervienen múltiples dimensiones cambiantes, lo cual desafía a cualquier plexo jurídico preventivo o punitivo. Esta advertencia puede parecer superflua porque otras cuestiones normativas, muchas de ellas, se nos aparecen como inestables y cambiantes en un mundo también inestable y cambiante. Abordar estos problemas requiere un reconocimiento de las dificultades para establecer definiciones o criterios sostenibles.

Un criterio es sostenible si se lo puede preservar en su integridad conceptual a lo largo del tiempo, es decir, si diversas situaciones o casos no lo ponen en tela de juicio hasta volverlo inocuo. Tanto en la juridicidad como en la política o ante la violencia social, los criterios y su estabilidad y sustentabilidad también participan de lo que se disputa o se dirime a través de debates o de las propias acciones y decires persecutorios. 

En el caso del antisemitismo, es lo que sucede cuando se nos enrostran múltiples enunciados que lo deniegan o pretenden definirlo de tal o cual manera sesgada o hasta invertida, como cuando se reduce el término a una falsa etimología étnica en lugar de considerar su denotación histórica, específicamente dirigida contra lo judío. El término, originado en 1879, fue y es utilizado en forma retroactiva, no obstante haber surgido en determinados tiempos históricos, y hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial (esta fecha puede ser discutible) no fue necesariamente un término vergonzante y de inviable uso como autopercepción. La shoá lo convierte en clandestino como clandestino fue el exterminio mismo. 

Sobre aquella clandestinidad, en tiempos paradójicos de oscuridad como los que corren, hay que volver a pensar y discutir, otra vez, el lugar del Nunca Más. Nuestros tiempos son paradójicos porque las actuales mediatizaciones técnicas han instalado un régimen inapelable de visibilidad. Algo que no se sepa no será clandestino sino “invisibilizado” y una revelación de lo que se deniegue o pretenda ocultar será una “visibilización”. En relativamente poco tiempo, las condiciones de lo imaginal se han transformado radicalmente y lo que se entiende por mente se proyecta en pantallas y es intervenida por algoritmos. 

Debates de no muy larga data sobre las representaciones de los acontecimientos límite, como la shoá, se han casi hundido en el olvido, y por ejemplo se pretendió simular cómo se verían los Lager si hubiese existido contemporáneamente Instagram o cómo se situaría Ana Frank en Facebook. Anacronismo es un término que no nos dice nada sobre estos ejercicios distópicos. Reflexionar sobre los problemas que nos inquietan en relación con la condición judía abre una nueva época conceptual porque nuevas condiciones y sucesos son refractarios a nociones procedentes de otras épocas.

Sobre la singularidad de la shoá muchísimo se ha escrito, dicho y representado, como sabemos, sin por ello agotar el asunto. ¿Por qué? También el porqué de tal profusión es objeto de irrisión. ¿Qué quieren estos judíos con su insistencia en haber sido víctimas? Y en consecuencia hay que cada vez decir “judíos, pero también x, y, z, etc.” Las lágrimas vertidas sobre nuestros antepasados no tienen derecho de llegar al suelo sin rendir tributo a todas las víctimas. Como si cuando lloráramos a nuestra madre tuviéramos que ofrendar también a cada una de todas las madres concebibles so pena de estar llorando exclusivamente a nuestra madre en un acto reprochable de omisión. 

Este no es más que un ejemplo de cómo el antisemitismo se constituye en régimen discursivo, y no en una lista de contenidos odiantes unívocos susceptibles de formularse en un protocolo. Digamos enseguida que de un régimen discursivo se desprende la inversión de la carga de la prueba que caracteriza en general a los regímenes discursivos discriminatorios, racistas, sexistas, etc., etc. No hay un cuerpo del delito que probar, sino que lo que se demanda exponer es la exención del prejuicio, el odio y la persecución, cosa que no es solo posible mediante la ausencia de la prueba ni compensable con amor o admiración (formas invertidas de la discriminación) sino que requiere algo tan difícil de solicitar como una actitud afirmativa contra el antisemitismo. 

Esta afirmación no se requiere como declaración de principios, así como las que tantas frases nos prodigan (“antisionismo no es antisemitismo”, “tengo una hija judía”, “no soy antisemita pero…”) sino como compromisos activos de configuración convivencial. ¿Y qué sería esto? Nada que podamos fácilmente discutir en un tribunal ni en un panel mediático, pero sí algo que se habrá de considerar en la Conversación en la Montaña (Paul Celan), a saber, en la elaboración (incluso en un sentido freudiano) con que nos sea dado lidiar con el infortunio de la persecución y sus infinitos rostros. Como sabemos, esto sucede siempre y forma parte de la condición judía misma, así como se manifiesta de múltiples formas, tantas de ellas contradictorias entre sí.

El asunto de la shoá, en lo que no se agota fundamentalmente, y esto está poco dicho, no es en la profusión de publicaciones, narraciones y testimonios inagotables sino en que la shoá no terminó, como no termina ningún genocidio. Se inventó una palabra, genocidio, para diferenciar lo acontecido en el caso armenio y después en el judío y después en otros, y en el presente o en el futuro en los que sean, para significar una acción aniquiladora definitiva y completa para una determinada categoría segregada de la humanidad para su desaparición. 

Los genocidios se interrumpen por devenires sociales y políticos, es decir, por circunstancias que vuelven inviable su continuidad, pero también porque las categorías destinadas a la desaparición y el olvido no son “naturales”, no tienen un ADN ni un código de barras, y sus atributos son definidos por la máquina perpetradora de la industrialización de la muerte. Al ponérsela en ejecución, esa máquina chirría porque aparecen anomalías categoriales, corrupciones, incertidumbres y “errores”, todo lo cual forma parte de la arbitrariedad de la “selección”. (Es sobrecogedora la clarividencia de Kafka al respecto). 

Un efecto que atribuye consecuencias performativas al exterminio es que se dan por sentadas las definiciones categoriales de los perpetradores cuya arbitrariedad no está exenta de anclajes en lo real, pero el tejido socio histórico efectivamente existente no reconoce la posibilidad de separar y distinguir a ninguna parte suya sin ambigüedad. El experimento letal nazi sirvió a la ciencia antropológica para repudiar de un modo que pareció que iba a ser duradero, aunque ahora vacila, toda alternativa a la unidad esencial de la especie humana sin acreditación de segregación alguna que pudiera fundarse en bases materiales objetivas o sostenibles. 

De lo logrado de ese modo trágico en la segunda mitad del siglo XX hemos retrocedido en el siglo XXI, y nos sabemos en peligro en tanto humanidad. Otra consideración decisiva que nos ocupa en lo escasamente dicho sobre el asunto de la shoá (la expresión es amargamente irónica y ofrece homenaje a lo que Mariana Eva Pérez2 ha llamado “temita”) es que no solo el genocidio no concluye sino que se interrumpe en su ejecución, y aun  más trascendente: el genocidio comprende una sentencia irreversible sobre el colectivo social condenado. No se puede levantar la sentencia. 

Al menos no sabemos ni hemos conseguido hacer nada concreto ni eficaz para levantar la sentencia. La condenación genocida es, hasta lo que sabemos, imprescriptible, y aunque no se lo suele decir así, esa es la verdadera razón por la que el crimen de genocidio es imprescriptible, porque su condición performativa mantiene su vigencia en tanto no se puede redimir ni amnistiar. Y esa es la verdadera razón por la que se deniega tan superficial y banalmente toda alegación de antisemitismo, porque al estar la condena vigente se asocia de hecho todo enunciado antisemita a la perpetración genocida. Y es por ello que se invierte la carga de la prueba: no hay ausencia o exención de antisemitismo en el mundo post shoá, en que la sentencia mantiene su vigencia y lo único que se puede hacer es marginar al antisemitismo, atenuar el daño

Sucede con ello lo que con las armas nucleares, genocidas ellas en su intrínseca naturaleza que somete a la humanidad a una condena en suspenso, irredimible. Esta no es una “comparación”: las armas nucleares fueron creadas para vencer a Hitler. Se condensa así la naturaleza moralmente precaria de un mundo social comprometido con la memorialización y el Nunca Más que nos embarga si queremos seguir el camino de tikún olam. El verdadero problema ahora es hasta dónde llegará la regresión en que naufragamos.


1. Profesor de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Quilmes.
2. (N. del E.) Politóloga y escritora. Sus padres fueron desaparecidos por la última dictadura cívico militar argentina.

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